Hay vida después de volar

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Es muy fácil decirlo luego de haber tenido el privilegio de ejercer, claro está. Esto, más que una declaración de verdad, es más bien una contestación a mí misma. Cuando me subí al avión, no pensaba bajarme. Decidí hacerlo al cabo de un año aproximadamente, empujada por cuestiones personales. No descarto volver a intentarlo en el futuro.

Me siento como Messi después de haber ganado la Copa del Mundo: realizada. Ya tenía una vida hermosa, pero me faltaba ese algo. Puse todo de mí, quizás no de la forma más inteligente. Sufrí tanto por no conseguirlo… ¡Dios mío, qué manera de sufrir al pedo! (perdonen mi francés). Agarré vuelo con la primera empresa que me dio la oportunidad. En Argentina, y me atrevo a decir que en el mundo, no se puede uno poner en quisquilloso. A la que te llamen, vas. El desafío mayor es romper la barrera entre tener experiencia laboral y no tenerla. Una vez logrado esto -e insisto: sólo conseguir volar, donde quiera que sea, me parece un logro total en sí mismo- se puede aspirar a una empresa mejor, más linda, con gente más amable.

Pero volviendo al título de esta entrada.

¿Qué sigue después de haber trabajado en las nubes? En mi caso, otro trabajo, diametralmente distinto. Mucho menos emocionante que volar, pero tranquilo y bien pagado. Con buen balance entre vida laboral y personal. Ahora puedo dormir a pata suelta, puedo trabajar en pijama, si hace frío me quedo calentita en casa.

Muchas veces extraño trabajar como azafata. Primero, porque la nostalgia es poderosa. Segundo, porque instagram me muestra la fabulosa vida de mis ex compañeros. Yo sé, porque lo vi de primera mano, que no es TAN así. Que una foto de un amanecer puede esconder una demora de varias horas, que esa «tripu del bien» probablemente no lo es tanto. Todo bien, no hay envidia ni nada malo de mi parte. Pero a veces me afecta, entonces cierro instagram. Y santo remedio.

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