50% huérfana

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Es un miércoles a la noche en Diciembre. Ya hace bastante calor. Salgo a pasear al perro y decido dejar el celular en casa, para despejarme un poco. Voy sola.

Al volver y entrar a casa, lo veo a Dani sentado con una expresión seria. «Llamaron de la clínica», me dice.

-¿Se murió?

-Sí. Te llamaron, pero no atendías, así que lo llamaron a tu hermano y él recibió la noticia primero.

Entonces empiezo a sentir taquicardia, un hormigueo en los brazos y una sensación de inminente desmayo. Me acuesto en el piso. Ante la duda, yo me acuesto en el piso, total sé que de ahí no voy a pasar. Aún ahora, mientras escribo esto y me acuerdo de ese momento siento un leve hormigueo en la yema de los dedos.

La mañana siguiente hablé por teléfono con mi psicóloga y le dije que tenía miedo de mi propia reacción, de entrar en una especie de locura desmedida. Nunca me había enfrentado a nada semejante y tenía miedo de mí misma, pero a la vez tampoco quería reprimirme y explotar en formas extrañas después. Sin embargo, resultó que al final prevaleció mi temple usual: resulta que nuestra personalidad fundamental nos acompaña en todo, inclusive en los momentos más extremos. Es decir: mis reacciones fueron, por supuesto, acordes a las circunstancias pero de acuerdo a mi forma de ser de siempre.

Lo terrible de la muerte es su carácter de certeza absoluta. Mientras mi papá vivía, aunque estuviera muy desvalido (y de hecho, lo estaba) había esperanza. Bueno, en realidad lo que había era incertidumbre sobre su futuro, pero justamente la incertidumbre es lo que da lugar a la esperanza, y esto es lo que -creo yo- esencialmente nos hace humanos. La muerte es un estado que no da lugar a la incertidumbre, por lo tanto no hay lugar para la esperanza. Es así, es cierta y no hay margen de duda. Mi papá ya no está y cada día que pase eso va a ser cada vez más cierto. Cada año que pasa, su ausencia se configura de carácter (aún más) permanente.

Intentando darle un final un poco menos lúgubre a este texto, me acuerdo de que una vez leí que alguien realmente muere cuando muere la última persona que lo recuerda. Me parece una linda definición y, de acuerdo a ella Julio, aunque ya no pueda charlar ni reírse con nosotros, aún vive.

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