A mí no me gustaba dormir en otra casa que no fuera la mía (todavía sigue sin simpatizarme demasiado). Lo intenté, una vez, como a los 5 años en la casa de una de mis tías, pero a mitad de la noche no pude más y me puse a llorar pidiendo volver a casa. Tampoco me gustaba llorar, pero qué remedio. Mi tía llamó a mis papás y me vinieron a buscar. Todos felices. Bueno, está bien: yo feliz.
Otra vuelta -tendría ya como 11 años- evaluando que un llanto ya no quedaría tan bien en una niña de esa edad, dije que me sentía mal. Mamá al rescate. Lo que en realidad había pasado era que me había arrepentido de la idea de quedarme a dormir en la casa de una amiga del colegio.
Pero entre esos 2 eventos, hubo uno que recuerdo especialmente. Pasó cuando yo tenía, según quedó archivado en mi memoria, 6 o 7 años: primer grado, 2 trenzas, cantimplora con chocolatada cuando iba a merendar a la casa de mi mejor amiga Pamela (ella tomaba mate cocido y yo siempre fui malcriada).
Mi mamá arregló con la mamá de mi compañera de grado Romina (nota: piensen que en 1990 “Romina” sí era nombre para una beba) que yo me quedara a dormir en su casa. Ahora sí iba a lograrlo: Romina vivía a pocas cuadras de casa, no como mi tía que había que ir en auto. El entorno era seguro.
Agarré mi mochila de jean con el bordado de Garfield, metí el pijama, el cepillo de dientes. Con la Barbie en la mano, allá fuimos. Recorrimos las 4 cuadras que nos separaban de la calle Dávila. Tocamos timbre. La mamá de Romina vino caminando desde el fondo del pasillo, pero sin Romina. Mamá le explicó, y entonces escuché que la mamá de Romina se olvidó de que yo estaba a punto de superar este desafío y la había llevado a un cumpleaños.
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